Hace días tuve dos conversaciones con pacientes adolescentes increíbles, llenas de recursos propios pero escondidos ante sus ojos. Coincidía en ambas la sensación de estar desprovistas de herramientas para enfrentar la vida. De ambas escuché la misma frase: “si me comparo con mis amigas soy la más…” (seguido de algún adjetivo calificativo negativo). En las dos existía la necesidad de compararse con el resto para saber qué tan bien estaban o qué tanto valían.
Eso que conversé con ellas es algo que suelo conversar con mis pacientes adolescentes. Usualmente les pregunto para qué necesitan compararse con el resto, y todas me contestan más o menos lo mismo: “porque al compararme puedo mirar si lo estoy haciendo mal o no, si soy bonita o no, si soy suficiente o no”. Respuesta que da cuenta de un por qué y no necesariamente a un para qué.
¿Y es que para qué hacer algo que nos destruye? ¿Para qué buscar compararse si eso nos angustia, entristece y nos hace querernos menos? La mayoría de las veces que nos comparamos con otro, tendemos a hacerlo con alguien “mejor” o más flaco, más deportista, más inteligente, más bonito, más exitoso. Siempre encontramos a alguien “superior” con quien medir nuestros talentos. El problema es que al compararnos, la mayoría de las veces salimos perdiendo y cada vez nos cuesta más lograr vernos desde una mirada más compasiva, respetuosa y amable.
En una sociedad que nos invita diariamente a través de las redes sociales a mostrar nuestro mejor lado y ocultar nuestras sombras, se hace imposible mirar al otro como alguien que sufre igual que uno, que tiene problemas y que está lidiando con sus propios desafíos. Esa persona con la que me comparo, tan humana como yo, tan buena como yo, tan linda como yo, pareciera ser inalcanzable ante mis ojos, sin embargo, en toda su imperfección es humana, tan humana como todos. Y probablemente también está enfrentando sus propias batallas. Es la ilusión del mundo virtual la que nos engaña y nos hace pensar que no existe ese lado B, haciéndonos creer que queremos ser como ellos, cuando en realidad ellos mismos también están queriendo ser como otros. Lo paradójico es cómo nos va costando encontrar personas que se sientan agradecidas con lo que son o con lo que han construido, sin la necesidad de compararse para verlo y apreciarlo.
“El pasto del vecino siempre es más verde”, dice el proverbio. ¿Pero qué pasa que necesitamos mirarlo? ¿Por qué no poner la mirada en nosotros mismos y en lo que nos hace ser una persona única e irrepetible?
Vivimos pidiéndole a nuestros hijos, pareja o amigas que no nos comparen. Nuestros hijos nos piden que no los comparemos con sus hermanos, nosotros le pedimos a nuestra pareja que no nos compare con su ex y le pedimos a nuestras amigas mamás que no nos comparen con otras mamás. Vivimos pidiendo que nos vean como seres únicos e irrepetibles, sin embargo, pareciera ser que somos incapaces de vernos como tal, ya que seguimos comparándonos día a día con un ser distinto a uno. Compararse pasa a ser autodestructivo al mirarnos como una persona que siempre está al debe con algo. Nos comparamos en nuestros roles: ser mamá, amiga, hija, pareja, mujer o alumna. Y pareciera ser que en esa comparación perdemos, nos autoboicoteamos y lamentablemente terminamos eligiendo querernos un poco menos.
La invitación es a poder mirarnos en lo que somos, con nuestras sombras y luces, para así poder equilibrarlas. Todos somos distintos y eso ya nos hace incomparables. Dejemos de buscarnos en el otro y empecemos a conocernos y mirarnos, para aceptarnos y querernos tal cual somos. Todos necesitamos una gran dosis de amor propio, enseñémosle a nuestros hijos y a nosotras mismas a partir dejando la comparación y abriendo la mirada al autoconocimiento.
“Una flor no compite ni se compara con la de al lado, simplemente florece”. Empecemos a construirnos y dejemos de destruirnos, porque somos únicas e irrepetibles. Y no hay comparación que valga.