Estos últimos meses han sido tiempo de descubrimiento, de ajuste y de reencontrarme con mi rol de mamá. Y es que mi hijo mayor ha cambiado -o crecido- a la velocidad de un rayo. Me ha costado reconocerlo en esta nueva figura de “hombre más adulto”. Es como si de un día para otro estuviera frente a una nueva persona. Es un hombre de 12 años en un cuerpo de 14, pero más allá de sus cambios físicos, por primera vez empiezo a sentir cómo esa infancia se me va yendo de las manos y necesito, por su bien y el mío, empezar a despedirla.
Esta situación me ha llevado a verme encarnada en los padres que van a la consulta y me preguntan qué deben hacer con sus hijos que están cambiados, qué pasa que ya no quieren estar con ellos y solo con sus amigos o por qué están más conectados en su celular y se encierran en la pieza. Siempre he dicho que no existen las recetas, pero la verdad es que me encantaría tener una bajo la manga. Y es que esta nueva etapa viene cargada de desafíos no solo para ellos, que empiezan a buscar su identidad e intentan acomodarse a ese nuevo cuerpo de adulto, sino también para nosotros porque comenzamos a darnos cuenta de que eso que sirvió por años, ya no funciona bien como antes. Ahora no existe decir “no, porque yo lo digo”, porque cuando crecen piden mucho más análisis y nos hacen cuestionarnos muchísimo más a nostros mismos y todas esas creencias que hemos acarreado por años.
Nuestros hijos a esta edad comienzan a necesitar otras maneras de acercarse. Necesitan otros padres y otros espacios. Y es tan difícil para ellos expresarlo, que somos nosotros los que tenemos que detenernos a descubrirlos y ofrecerles estar ahí en pos de construir una relación distinta que vaya acorde a esta nueva etapa.
Mucho se habla de crianza cuando tenemos niños pequeños. También existe información acerca de la adolescencia; sin embargo, en este tránsito de la preadolescencia encontramos pocas respuestas. Es en esta época cuando comienzan los primeros permisos y los primeros esbozos de independencia y autonomía de nuestros hijos, y muchas veces nos pilla desprevenida y nos enredamos en un mar de pensamientos. Los papás empezamos a tambalear entre una respuesta y otra, buscando cierta flexibilidad en la cabeza. Sabemos que esa independencia es sana y necesaria para su desarrollo, pero al mismo tiempo seguimos viéndolos chicos.
Debo reconocer que ver crecer a mi hijo, ver que el niño se va y va apareciendo el adulto, ha sido un proceso de duelo. Además, en esta nueva etapa aparece una transformación profunda en el rol de mamá en el que me he tenido que dar cuenta de que en la crianza no existen los absolutos, que más que nada necesitamos ir haciendo camino al andar con cada uno de nuestros hijos. Es en esta nueva etapa que ellos nos necesitan menos en lo logístico porque pueden irse solos caminando, tienen juntas, salen a la plaza con sus amigos o se vuelven solos de la playa. Y aunque ganamos independencia como padres, a ratos se nos olvida que es ahora cuando más nos necesitan en lo emocional. Cuando crecen físicamente y se van transformando en estos “mini adultos” es tanta la autonomía que piden, que uno se olvida que aún nos siguen necesitando emocionalmente. Me atrevería a decir que incluso más que antes. Nos necesitan mostrándoles el camino y mostrándoles que estaremos ahí para cada caída y cada preocupación.
Nuestro desafío es mucho mayor: necesitamos volver a conocerlos, saber qué es lo que les gusta, de qué se ríen, quiénes son sus amigos y porqué los eligieron, reírnos de sus chiste y pasar tiempo juntos. Tiempo real de conexión emocional, porque si logramos construir esta relación, nos dejarán la puerta abierta en la adolscencia. Y quizás el mayor y más importante desafío será encontrar el equilibrio perfecto entre cercanía emocional e independencia y autonomía física.
Estamos al inicio del camino, y aunque suena lindo, idílico e incluso fácil, es mucho más desafiante de lo que parece. Necesitamos detenernos a mirarlos y descubrirlos a ellos y a nosotros como padres. No hay recetas, lo único claro es que necesitamos dejarlos volar con sus propias alas, porque solo así aparece su propio crecimiento.
Yo al menos decido despedir a la infancia y bien venir la adolescencia con los brazos abiertos, esperando y confiando que mi hijo será quien me guiará en este camino. Si nos perdemos, nos perderemos juntos, porque estoy decidida a vivir su adolescencia como él me enseñe a ser mamá.