Estas últimas dos semanas me ha costado distinguir qué conductas o estados de ánimo provienen de la cuarentena y cuáles son síntomas propios de un trastorno en el área de la salud mental. Sin duda llevar meses privados del contacto físico con nuestros seres queridos comienza a pasar la cuenta. Y no solo a nosotros, sino que también a todos quienes nos rodean.
Empiezo a escuchar más seguido a adolescentes que me cuentan que están desanimados o con poca motivación en la vida. O mamás que comentan como alguno de sus hijos está más regresivo, irritable o nervioso. Nosotros mismos incluso, nos despertamos con menos ganas frente a días que solo se diferencian por su nombre, pero que pasan a ser básicamente lo mismo. Día tras día ponemos el foco en mantener nuestra salud física de una enfermedad contagiosa e intentar no salir para cuidar y no contagiar a otros. ¿Cuánta de esta preocupación va mermando nuestra salud mental? Y es que nos encontramos en un lugar de infinita vulnerabilidad, expuestos como en una operación a corazón abierto.
He escuchado muchas veces que tenemos que cuidar nuestro cuerpo como si fuera un templo, ya que en él habitamos. Y me hace mucho sentido, sin embargo, a ratos me pregunto si sentimos o hacemos lo mismo por nuestra mente y corazón ¿Cómo habitamos en nuestra mente? ¿Cuánto cuidamos nuestro corazón y lo que sentimos? ¿Qué estamos haciendo para que nuestros hijos y nosotros mismos cuidemos nuestra mente? ¿Qué espacios me estoy dando para tratar a mi cabeza y mis pensamientos como un templo?
Es difícil pensar en el presente cuando estamos en crisis. Es difícil fijarnos en nuestra emocionalidad y los pensamientos que nos tienen inundados cuando estamos en constante alerta. Y es que, aunque nos cueste creerlo, nosotros y nuestros hijos, sumado a todo un mundo, estamos en estado de alerta y vulnerabilidad. Y es este estado el que nos hace casi imposible distinguir qué es propio y natural de mantenerse en un estado de crisis sostenido por 4 meses y qué es algo que escapa de lo “esperado”.
Durante este tiempo, muchas veces me han preguntado cuándo me preocupo, cuándo pido ayuda y si será normal lo que le está pasando. O si será propio del confinamiento estar de cierta manera. Nada nos entregará la certeza de saber qué es lo esperado, por lo que se hace imprescindible es estar en sintonía y conexión con nuestros pensamientos y con nuestras emociones y darnos el espacio para estar mal y ser vulnerables. Es en esa sintonía y vulnerabilidad que encontraremos las respuestas.
Si veo que mi hijo adolescente está más callado de lo normal, pasa más tiempo encerrado o está más irritable; que mi hijo de siete años llora a menudo, no duerme, no quiere comer; o si yo ya no quiero levantarme, no siento el aire y lloro cada vez que me enfrento a la incertidumbre, tenemos que abrir esas emociones y pedir ayuda. Nada es normal, o bien, todo puede ser normal. No sabremos la respuesta hasta que no lo conversemos, expresemos y procesemos con alguien que nos ayude a poner las cosas en perspectiva, que nos logre mostrar el equilibrio o que nos ayude a darnos eso que tanto necesitamos. Y ese alguien puede estar al lado nuestro, viviendo con nosotros y para nosotros. Ese alguien posiblemente está mucho más cerca de lo que imaginamos.
Cada vez que nos regalamos la posibilidad de ser vulnerables y sintonizar con nuestras emociones, hablar de ellas y pedir ayuda, estamos cuidando nuestra mente y nuestro corazón como un templo. Si por el contrario buscamos esconder lo que sentimos, hacer como si no pasara nada para no preocupar a los que nos rodean o intentamos poner nuestra energía en ayudar a otros en vez de mirarnos hacia el interior, estamos descuidando nuestro templo y, sin darnos cuenta, estamos eligiendo no hacernos cargo de aquello que nos duele, nos paraliza o nos da miedo.
Nuestra mejor manera de cuidar a otros es cuidarnos primero a nosotros mismos. Porque solo en la medida que sintonizamos con nuestros pensamientos, emociones y con nuestro lado vulnerable somos capaces de sintonizar y ayudar a aquel que está cerca. Porque si yo me regalo el espacio de sentirme mal, reconocerlo, hablarlo y pedir ayuda, le estoy regalando intrínsecamente al otro la posibilidad y el espacio para hacer lo mismo. Seamos capaces de detenernos, de mirar en que estoy necesitando ayuda y de ver si esa ayuda me la pueden dar los que me rodean. Si la respuesta es sí, démonos el permiso para pedir esa ayuda y mostrar nuestra vulnerabilidad.
Estamos en un estado de alerta y crisis y nos sabemos cuanto más tendremos que sostenerlo. Démonos el tiempo y el espacio de hacer un recuento de cómo vamos, que está faltando y en qué estoy necesitando ayuda. Ese mismo ejercicio repitámoslo con nuestros hijos para que todos tengamos la posibilidad de ayudarnos en una situación extrema donde el que está a mi lado puede ser y convertirse en mi mejor aliado solo si me doy y le doy permiso para cuidarme.
Cuidar nuestra mente y corazón como si fuese un templo implica compartir la vulnerabilidad y dar espacio para que otros sean vulnerables porque es desde ese lugar que nos volvemos más valientes que nunca. Como dice Brené Brown: “Hablar desde la honestidad y abiertamente acerca de quiénes somos, qué estamos sintiendo y de nuestras experiencias (buenas y malas), es finalmente la definición de valentía”.